Aun a riesgo de parecer insensible, y posiblemente ganarme la antipatía de muchos de sus admiradores, debo confesar que no siento lástima por la temprana desaparición de Jeff Buckley en las corrientes de un afluente del río Mississippi, con tan sólo treinta años cumplidos y un único disco en el mercado. No obstante, deseo aclarar que el motivo de esta aparente falta de sentimientos no es ni mucho menos debido a desafecto, aversión o inquina por parte del que suscribe hacia la figura ni la obra de este irrepetible músico de voz inconmensurable y exquisito talento como guitarrista y compositor. “Bésame por deseo, pero no por consuelo” exclama Jeff vehementemente en el estribillo de su tema Last Goodbye con un tono que nunca dejará de producirme escalofríos, y yo, al escribir este texto, me veo en la necesidad y en la obligación de respetar ese deseo.
Por mucho que nuestra sociedad parezca autocomplacerse creando iconos románticos o creyendo en la existencia de bellos mártires predestinados a una temprana expiación, debemos ser objetivos y anteponer la realidad y los hechos a las fábulas y mitos que tan fácilmente aceptamos. No podemos olvidar que la muerte de Jeff Buckley, aun siendo trágica y terrible, viene a encumbrar una existencia bañada en música, talento y en un éxito tan sobradamente merecido como trabajado. No nos estamos refiriendo a ese chirriante y típico arquetipo de artista atormentado y maldito, sino a un verdadero artesano del sonido que con partes iguales de habilidad, perseverancia y labor constante llegó a cumplir sus objetivos artísticos.
El joven Jeff no se vio obligado a crecer bajo la alargada sombra de su padre el respetado músico de country Tim Buckley, como se propone en multitud de libros, documentales y publicaciones, sino que pasó su infancia y adolescencia en un hogar donde su madre cultivaba sus inquietudes artísticas y su padrastro le invitaba a escuchar su envidiable colección de discos y le regalaba álbumes de Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Pink Floyd o The Who. Es cierto que el verdadero padre de Jeff Buckley abandonó a su familia al poco de publicar su primer álbum para precipitarse sin freno por un abismo de drogas y alcohol que lo condujo a una prematura muerte, pero no deja de ser una paradoja que gracias a un concierto homenaje a esa figura, Jeff pusiese un pie en el mundo de la música profesional. En este tributo interpretó dos pares de canciones que asombraron al público y llamaron la atención de grandes personalidades de la música, que vieron en él un potencial que pronto explotaría. Fue entonces cuando el cantante decidió quedarse en la ciudad de Nueva York para desarrollar su estilo y potenciar su trayectoria musical. Alquiló un apartamento en East Village y no dejó de moverse por la órbita artística de St. Ann’s o el Knitting Factory, local fundamental de la escena musical neoyorquina.
Formó parte de distintas bandas y proyectos, pero finalmente decidió actuar en solitario a lo largo de multitud de pequeños escenarios donde encontró la oportunidad de ganar experiencia, tocar sus propias composiciones y experimentar nuevas sonoridades. Finalmente aterrizó en el café Sin-é, localizado en la zona de St. Marks Place, un pequeño refugio para la música alternativa donde tras numerosas y viscerales actuaciones terminó por hacerse un nombre en el bullicioso ambiente de la ciudad. Podía sonar como un bluesman blanco del Mississippi, como un cantante de jazz haciendo acrobacias con su voz o como un desafiante vocalista de pop lanzándose al vacío, como ha quedado reflejado en el EP de cuatro temas que Columbia Records, ya interesada en su genialidad, le graba en 1993 en el mismo escenario del Sin-é.
Pero tendría que pasar un año para que se publicase su disco debut, Grace (1994), una obra maestra que logra una dimensión y una magnitud abrumadoras, una producción atemporal, insuperable, perfecta, eterna, un puro deleite. Haciendo gala de una prodigiosa voz, capaz de abarcar más de cuatro octavas y que transmite una espiritualidad y un sentimiento que logran arañar cualquier alma, Jeff Buckley consigue con este disco construir un respetuoso e innovador puente entre el pasado y el presente, cuyos pilares se asientan en una sutileza, sensibilidad, vitalidad y originalidad que solo alguien con su virtuosismo como guitarrista y talento como compositor, interprete y arreglista podría alcanzar.
Tras el éxito de su disco debut y terminar una gira en la que recorre medio mundo, decide tomarse un descanso de los escenarios para centrarse en la producción de su próximo álbum: My Sweetheart the Drunk. Después de grabar varias maquetas que muestran primigeniamente los bocetos del sonido que desea alcanzar, Jeff elige Memphis como lugar para grabar su segundo trabajo. Llega a la ciudad con unas horas de anticipo, por lo que decide pasar el rato dando un paseo junto a un amigo mientras el resto de la banda aterriza en el aeropuerto, y termina a orillas de un río que a partir de ese momento formaría parte de su designada maldición. Se mete en el agua, vestido, tranquilo, de buen humor, mientras canta el Whole Lotta Love de Led Zeppelin. A continuación muere ahogado, el calendario marca el 29 de mayo de 1997.
Muchos años han transcurrido desde esa fecha, durante los cuales nunca he dejado de escuchar el tesoro que este malogrado artista nos ha dejado como herencia, ni he podido parar de imaginar y divagar sobre cómo serían sus siguientes obras, que jamás tendremos la posibilidad de disfrutar. Pero repito y me reafirmo en que no me da lástima su temprana muerte: él tuvo una vida plena. Por los que siento pena es por todos los amantes de la música que nos hemos quedado huérfanos y mudos sin su voz.
Texto: David Alva, redactor de contenidos.
Imágenes: Jeff Buckley, Grace album cover.
Jeff Buckley , Sin-é album cover.
Vídeo: Jeff Buckley, Last Goodbye de Columbia Records.